Todo un acontecimiento. Decidí ser madre. El intento sería bueno y auguraba una dosis de amor exagerada, diaria y tal vez con repeticiones. Qué más puede anhelar una mujer que fue educada para ser buena y ejemplo eterno de todo aquel que fuera naciendo.
El asunto de mi decisión no lo voy a contar. No quiero que mi hijo lea esto cuando tenga catorce años y piense que es producto de un arrebato loco de su madre. Pero lo cierto es que trabajé arduamente durante un mes en el intento. La primera noche me boté. Creí que una botella de vino, una buena comida y algunas ganas imaginarias serían suficientes. Pero una semana después el examen decía NEGATIVO. Tal vez una adolescente sería feliz después de una aventura si hubiera visto el resultado. Yo me sentía frustrada. Mi hijo era una excusa razonable para mantenerme casada con ese muchacho que luchaba por ser cabeza de hogar sin grandes avances, porque yo seguía siendo yo y él no lograba que bajara la mirada con tristeza como su madre y todas las mujeres de su familia.
Dentro de mí había un gusto extraño en derribar sus intentos por doblegarme. Cómo se le ocurre a ese muchacho con cinturón de vaquero de comiquita anular el eco de mis mujeres. Las que habitan en mí. Si mi abuela no soportó al llanero solitario de su primer esposo y lo dejó a pesar que el “bachiller” de comienzo de siglo XIX le quitó a sus cuatro hijas mayores. ¡Esa sí que era brava! Se iba en burro de una ciudad a otra para ver a sus hijas, mas no permitiría que él la tocara nunca más (Por eso no tolero a las cobardes que se dejan pegar por los maridos. Toda la culpa recae en psicólogos costosísimos que pretenden que el Estado les pague y luego regresan con los cavernícolas dándose excusas que no convencen a nadie).
Este muchacho esposo mío empeñado en ser jefe cuando no era más que un dibujo que se movía porque yo le daba espacio. ¡Pobre hombre! ya me di autocuerda en lo que me he impuesto un secreto “sus defectos”.
Los días escaseaban mi entusiasmo y pasado algunos me dije que no lo intentaría hasta el año siguiente. Bastó eso y ¡zas! Una noche fui sorprendida en los brazos de Morfeo y entre unos besos sin gusto y unas ganas inexistentes concebí a la luz de mis días. Es demiúrgico el asunto. En medio de la penumbra hay una luz. Mi hijo mancha de sangre en un papel de fotografía estaba en la pancita y yo ni por enterada me di.
El primer eco de cuatro semanas debía mostrar en el vientre una redondez blanca del tamaño de una arveja en medio de la oscuridad que era la matriz. Mi hijo no llegaba a eso y aún no podía recibir el nombre de “feto”. Cuando el doctor me lo dijo recordé el día que mi amiga Tania parió a su “feto”. Sí, así decía el papelito que le dieron para salir del hospital; el cual, por escasez o ahorro, no llegaba a media página. Decía: “Tania... ha parido un feto vivo”. Tanta sutileza hospitalaria me ha conmovido desde entonces.
Como todo en la vida había dos alternativas. Esperar un aborto o consumir hormonas. Ahora que veo a mi hijo sonreír con tanta ternura, llamarme mami linda y echarme vaina todas las noches pidiendo agua, justo en el momento en que apago las luces y poso mi cabecita cansada en la almohada, le agradezco a Dios mi elección. Total, ya no quería tenerlo... lo había postergado para luego, pero él llegó, luchó la carrera de obstáculos y merecía la mía ahora.
Como ves hablar de mi hijo me enternece. Pero el embarazo no fue nada tierno.
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