Hace algún tiempo en una clase de ética mi muy querido profesor nos decía que consumir drogas no era ni bueno ni malo. En ese entonces, todos andábamos en una de creernos dioses y dueños de nuestra vida. Algunos estaban en grupos estudiantiles y se hacían llamar amigos de los del Centro de Estudiantes de nuestra universidad (esos que sin yo nunca entender el porqué siempre buscaban excusas para paralizar las clases, quemar cauchos y saquear camiones amparados en emblemas de reclamos estudiantiles).
Bien, mis compañeros usaban sandalias hechas a mano, ropa hindú y algunas veces iban al salón sin peinarse. Su noción de libertad era amplia siempre y cuando sintieran que podían hacer lo que quisieran. Así que la afirmación de que la droga no era ni buena ni mala les caía de maravilla. Yo, sin embargo, miraba con asombro a mi profesor porque en todas las clases se había empeñado en derrumbar mis preceptos, pero esto era el colmo para mí.
Obviamente, luego de la explicación ética sobre el hecho de que las leyes sociales suelen ser establecidas en función del bien general y toda aquella justificación filosófica quedé convencida de que yo igual nunca consumiría, por lo menos conscientemente, nada que fuese perjudicial para mi cuerpo, pero que era respetable que otro sí lo hiciera siempre y cuando no afectara a la sociedad a cuesta de eso.
Mi profesor dijo algo parecido a lo siguiente: si a alguien le hace bien consumir marihuana en la mañana y trabaja para comprarla, sabe las implicaciones que genera en su cuerpo y lo asume con la responsabilidad de que es dueño de su vida y que está facultado para defender su libertad de hacer lo que le plazca, entonces para él no será mala, pero si por el contrario afecta física, emocional o psicológicamente a su familia, amigos y comunidad, por correr tras un vicio que ni puede controlar ni costear, entonces la droga será mal para él. De allí, que se prohíba su consumo y se le tilde de mala socialmente; pues, generalmente el consumirla termina afectando a la sociedad cercana al consumidor.
Esta enseñanza ética me marcó significativamente, luego en estudios avanzados de filosofía encontraría razón a las palabras de mi profesor de ética.
Hoy, ya distante de mis asombros juveniles me consigo madre de un niño de siete años a quien debo educar explicando y justificando los por qué más insólitos que se le pueden ocurrir a esta edad. Un día me enviaron unas imágenes de la degradación física de Whitney Houston y se las mostré a mi hijo quien salió asustadísimo sobre lo que le puede hacer el consumo de drogas a una persona. Me reí bajito cuando salió del cuarto recordando cómo yo también me había asustado, con el doble de su edad, al ver una vieja propaganda televisiva en la que se veía la progresiva degradación que sufría un joven consumidor de drogas.
Desde que mi niño comenzó preescolar, entre las muchas observaciones que le he hecho, están: que no se acerque a extraños que lo llamen, que no crea en regalos ni caramelos gratis, que no coma nada que no le demos sus padres o la señora que lo cuida. Sé que le transfiero mis miedos, pero soy madre imperfecta y lo asumo. Obviamente, para cumplir mi tarea en la tierra le explico todo acerca de los raptos infantes y el daño que hace la droga y aprovecho para tal fin cualquier anuncio que diga que las drogas destruyen. Entonces le digo: ¡Ves hijo!, las drogas son malas.
Desde hace menos de una semana me ha rondado una preocupación que nació hace seis años en un salón de octavo grado en el que dos alumnos pretendían caerse a golpes en mi clase de literatura.
Cuando somos docentes estamos al frente de situaciones inimaginables y cada palabra nuestra pesa, razón por la que se debe cuidar mucho el vocabulario y el contenido. Una palabra tuya bastará para sanarme dijo un leproso a Jesús. Nada más visual que esta expresión para ejemplificar el poder de la palabra en todo el que ostenta poder y en un salón de clases la palabra del docente es sagrada porque él representa el poder. De allí la expresión de los niños al porfiar con los padres “eso es así porque lo dijo mi maestra”. La palabra de un docente bastará para dar razón, justificar, condenar, traumatizar, estimular, entre otras, pero siempre marca, determina y acarrea consecuencias.
La discusión entre mis dos alumnos se había convertido en amenazas de golpes porque uno le dijo al otro que era un pendejo. En los zapatos de modelo les pedí que se sentaran e intenté aclarar el problema y que se disculparan mutuamente porque al final ambos se habían ofendido llamándose pendejos. Fue en ese contexto que el más molesto de los muchachos, el que había comenzado la discusión, me dijo que él no pediría disculpas porque pendejo no era una grosería ni una ofensa para nadie porque el mismo presidente de la República había llamado pendejo a alguien en una alocución. Ante ese argumento deseaba que la tierra se abriera y me tragara, me encontré muda por un lapso de dos o tres minutos que, como siempre en estas situaciones, parecen eternos porque tienes al frente cuarenta y cinco personitas esperando tus palabras y yo juro por Dios que no sabía qué decir. Como salvador emergió en mis labios Rosenblat con un discurso improvisado y nervioso de buenas y malas palabras.
Ese evento se me convirtió para entonces en el tema a analizar con mis compañeros de trabajo y desde entonces escucho con cierta frecuencia al presidente y sus subalternos. Obviamente, siempre fluctúo entre darle la razón u odiarlo. Pero ya no tengo un argumento sólido con el cual explicar sus barbaridades que parecen más una conversación entre amigos que las palabras del dirigente de un país.
Nunca he entrado en debates, ni siquiera entre mis amistades más cercanas, sobre la política implantada en el país y me ahorro los problemas detrás de la excusa de que el voto es secreto, pero la semana pasada el presidente reafirmó una locura que había dicho días atrás en cadena nacional y que yo le pido a nuestro creador que no llegue a oídos de mi niño y de ningún otro porque no todas las madres de este país estamos preparadas para producir explicaciones coherentes sobre el hecho de que la coca, masticada públicamente por nuestro presidente, y la pasta de coca, que confesó que consumía a diario, no hacen daño y no son drogas.
Pregunto, cómo le digo a mi niño de siete años -que está cual esponja absorbiendo toda información- que la pasta de coca (inicio de la futura cocaína) no hace daño porque el presidente la consume y tiene músculos y se le ve bien. Estoy en crisis, lo confieso. Ya no hay clase de ética, argumento filosófico o imagen de drogadicto que mostrarle a mi niño. Él ve al presidente sano y risueño diciendo que recomienda masticar coca y consumir la pasta y yo me encuentro planificando un argumento más válido que el de él, quien no parece darse cuenta que afecta la vida de miles de niños y jóvenes con su ejemplo.
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