Yo, mi mega panza y el terror de parir. Cada una o dos horas me venía a la mente el evento “parir”... entonces comencé a mentalizarme. Ya era demasiado molesto todo este fenómeno de la naturaleza para tener que enfrentar un parto. No era sólo cobardía también había algo de dignidad por la estética. La negación y mi energía confabularían con el cosmo para el no-parto.
Todo salió a pedir de boca. Mi pelvis no debía ensanchar y no ensanchó. Una radiopelviometría indicó que no podría parir sin morir en el intento. Y mi sonrisa se dibujó ante esa noticia.
Fijé el día que deseaba que naciera mi chamo. Aún el “amor materno” no asomaba. Escogí un miércoles 15. Pensé en las fiestas y los regalos. Por qué no decirlo. Me resisto a la idea de mentir sólo para que el mundo crea que lo escogí porque era un día especial astrológicamente o porque según el Feng Shui era el indicado para tener un hijo fuego, metal o madera. Sí, lo escogí porque yo nací un siete de enero y todo el mundo está con la resaca del 31 de diciembre y los bolsillos vacíos. Mi hijo debería tener mejor fortuna para sus cumpleaños. También confieso que no deseaba que se me presentaran los dolores de parto para que me hicieran la cesárea de emergencia.
No sé si fue olvido de las enfermeras, pero entré maquillada a quirófano y no me quitaron ni siquiera el labial.
Mi esposo, a quien había rogado durante meses que entrara conmigo al quirófano, tuvo dolor de estómago. ¡Qué casualidad! Una inyectadota que habían descrito como algo terrible me pareció mejor que los gritos del parto. Lo único notorio de la operación fue que se me bajó la tensión y tenía muchas ganas de vomitar. Le dije al doctor “tengo nauseas” y me respondió que era mi tensión. La explicación no valió de mucho porque sentí que la cabeza me daba vueltas. En medio del mareo apreté muy fuerte la bata del anestesiólogo y éste tratando de soltarse me decía que lo iba a contaminar. ¡Caramba! Estaba preñada no leprosa, pero igual me amarraron ambas manos de unos brazos metálicos que salían de la camilla, cual loca de psiquiátrico, y me inyectaron una dosis exacta de algo que indicó el médico. Aunque no lo creas esto parecía una escena montada para una telenovela de mediodía –de esas que transmite el canal… (aquí vale el pitito de censura).
En el proceso de sacar al chamo el médico, al mejor estilo de Chita, casi se me monta encima porque tenía al niño incrustado en las costillas. Incluso se torció un dedo de las peripecias que hizo. Sentí todos los movimientos e imaginaba cuanto hacían dentro de mí. Recuerdo un ardor indescriptible y le pregunté al doctor el porqué. Éste, maestro de la obstetricia, me explicó que estaban lavándome.
Ya mi chamo era bebé y no lo escuchaba. En pleno quirófano pregunté por mi hijo y me informaron que lo estaban bañando. Me habían sacado al muchacho y ni lo veía ni lo escuchaba. Allí comprendí qué era eso del “amor maternal”.
La desesperación se apoderó de mí. “¡Quiero ver a mi bebé!”… ”¿Dónde está que no lo oigo?”… las preguntas se repetían y estaban a punto de hacerse gritos… Quería ver a mi hijo. Había pasado nueve lunas imaginándomelo y no me lo mostraban. Sabes de sobra cómo actúa la imaginación en momentos de incertidumbre. Uno también tiene derecho a las telenovelas de mediodía.
El pediatra –vale que lo describa como en el modernismo “todo sonrisa de mejillas coloradas y tierna mirada”- se acercó y me preguntó si quería que lo nalgueara para que lo escuchara, “está bien, espera”. Una madre necesita ver a su hijo antes que lo bañen. Una madre quiere contarle los dedos de las manos y los pies y saber que el muchacho está completo. Cuando finalmente me lo mostraron los ojos se me llenaron de lágrimas y la voz se me quebró cuando lo llamé por su nombre. Mi niño me miró o por lo menos sus ojos buscaron mi voz. ERA MI HIJO. MÍO DE VERDAD. Recuerdo que le dije “Te amo hijo”. Yo, la que dudaba de mi amor hacia el chamo en ese momento supe que era lo que más amaba. Lo besé con cuidado -porque ya te señalé que estaba maquillada- y le toqué las diminutas manitas. Tenía sus deditos completos y no sé por qué fue un alivio en ese momento. Era muy rosadito, casi rojo; su cabello era abundante, negrísimo y con raíces blancas augurando su posterior rubio. Sus ojos muy azules y ese olor a bebé que ninguna colonia logrará imitar. Disculpa mi trance romanticista-modernista.
En la habitación no dejaba de mirarlo sorprendida. Era hermosísimo y era mío. Lo que pasa es que al único recién nacido que había visto en mi vida fue a la hija de mi amiga Tania. Un embarazo misterioso y oculto que algún día te contaré y que se estaba pasando de la cuenta y del desamor. Mi ahora ahijada era tan fea que me asusté. Recuerdo las primeras palabras de aliento a mi amiga, quien tenía expresión de odio, “Tania: ¡parece un extraterrestre!”.
El niño estaba allí y tenía más emoción que despertar de muchachito el 25 de diciembre. Ya en ese momento no recordaba el trauma de la panzota.
Al día siguiente subí tres pisos para llegar a mi apartamento, ¡claro! no fue corriendo. Pero los subí con tranquila valentía ¡Cómo hay mujeres dramáticas y teleculebronas en este país! Meses después de mi parto charlé con una ex compañera de la universidad a la que también le habían practicado una cesárea y la muy “Corín Tellado II” llamó a los bomberos para que la subieran. Eso, desde mi punto de vista, es una exaltación a la debilidad femenina, pero como los bomberos apagan tan pocos incendios sienten justificado su trabajo cuando bajan un gato de algún árbol o participan de un montaje dramático como el de esas mujeres que nunca llegarán a Diosas. Es obvio que creo que la flojera-cobardía y la actuación se unen en una buena pieza teatral. Ciertamente hay mujeres a las que les va muy mal, pero la mayoría hacen de esto un mito para que se compadezcan de ellas y le hagan todo. Una mujer recién parida, a través de cualquier método, necesita colaboración y apoyo, pero tampoco es preciso llamar a los bomberos ¡eh! Quizá todo el blablabla de esto venga por las operaciones-carnicerías del pasado, pero la ciencia avanza.
Continúo con mi historia verdad-verdadita para que las exageradas no me linchen. Tengo que proteger mi vida.
El itinerario fue el siguiente: dolores de cesárea que aguante como toda una mujer grande. Llanto nocturno que no me dejaba dormir. Primer baño temblor en el que luchaba para que el niño no se me resbalara y muriera ahogado en la bañera que resultaba enorme para esos menesteres de primeriza asustada. Hinchazón de vientre y caminar lento por las advertencias de “se te van a salir los puntos”. Esposo-ojeras comprensivo que cargaba a niño en almohada por temor a que se le cayera –ya parezco Luis Britto García. Amamantar.
Esto último debo contártelo porque fue la mayor decepción luego del paso feto-bebé. Dos semanas antes del nacimiento de mi hijo comencé a botar un líquido blancuzco de mis ENORMES senos. Había leído que éste líquido llamado calostro era muy bueno para los niños y en mi ignorancia tenía temor hasta de rozarme los senos para que no me saliera. Lo recuerdo y me da risa. Pero el líquido salía sin que yo hiciera nada y debo confesar que me preocupaba dejar a mi hijo sin calostro (creí que se agotaría antes del nacimiento). Olía tan feo que baño-cambio de ropa era todo mi trabajo diario. No había talco o loción que lo ocultara y en mi avanzada condición de insoportable todo me parecía horrible.
Horas después de la cesárea mis senos habían doblado el ya enorme tamaño que habían ostentado hasta entonces y parecían tener fiebre ¡Pobre Yuyito! Había lidiado dos semanas con calostro y el día que mis senos debían funcionar se les antojó llenarse hasta reventar sólo para demostrarme que podían seguir creciendo. Gracias a pañitos caseros y unas pastillas la leche comenzó a bajar un poco sino aún tendría 8 kilos de senos.
Cosa más horrible amamantar los primeros días. Mis pezones, sólo acariciados en el acto sexual, eran vilmente succionados por una miniaspiradora humana. ¡Qué sufrimiento! Cuando el niño lloraba de hambre yo lo hacía de imaginar el dolor. Lo peor es que casi no hacía pausas para respirar y mamaba y mamaba. Los pezones se me agrietaron a punto del sangramiento y los amigo-visitas decían “debes darle leche materna”, “es lo más sano y económico”… Majaderías. Pero, ni modo, quién se acuerda del embarazo al mes de parir. Tanto es mi olvido que siete años después ya quiero otro feto-panza-canoa… ¡Vivan las mujeres y su coraje porque si fuera por los hombres… mejor ni hablar de esos maravillosos caminantes!
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