La señora Adela, quien vive en planta baja, le dio a mi hijo dos grandes puñados de ciruelas silvestres. De ésas que mancharon casi toda mi la ropa cuando era niña y que cuando maduran son amarillas y jugosas. Ésas que compiten con el sabor del Jobito (ésa insignificante frutica que nace de un árbol siempre inmenso, que madura e inunda de olor dulce el campo y que siempre hay que recogerlo del suelo porque nadie quiere montarse en un árbol cuyo fruto se encuentra disperso y que promete una caída con huesos rotos incluidos… ¡Ah!, el Jobito, lástima que todos los que he comido en mi vida han estado golpeados por el viento, comidos por pájaros o rotos a causa de los palitos que se le encastran en su delicada y fina piel cuando caen de ¡semejante arbolote! ¡Se me olvidaba!, iba por las ciruelas silvestres. La señora Adela le regaló unas ciruelas verdes a mi hijo, quien, como pudo, las trajo apretadas contra su pecho para poder subir los tres pisos del edificio y llegar a nuestro apartamento sin dejar caer ninguna.
Las lavó y las colocó en recipiente para ponerlas a madurar. Allí, en su cuarto, las dejó hasta hoy que las vi maduritas y jugosas. Igualitas a las de la mata del patio de mi abuela. Creo que los ojos me saltaron de su órbita de la emoción que sentí al verlas, no pensé que madurarían tan bonito, me las había imaginado en la basura, podridas o por lo menos incomibles. Y allí estaban sonriéndome. Me llamaban: ¡Carmen, cómeme…! Y qué podía hacer sino sacrificarme con dignidad saboreándolas con ansiedad y placer.
Ahora no sé qué le diré cuando se dé cuenta de que desaparecieron más de la mitad ¿Por qué los fantasmas no existirán de verdad?
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