
Los senos durante los cuatro primeros meses se me pusieron de un hermoso silicón que sólo en quirófano son posibles. Pero los que en otrora fueron pequeños, y quizás dulces, naranjas puestas justo en su lugar crecieron cual melones. Parecía que iban a explotar y, aunque yo no sentía el peso, me hacían caminar media encorvada.
Igual ocurrió con mi vientre. Compré ropa lindísima, dignas de una embarazada contemporánea. Los halagos sobre mi hermoso rostro y cabellos no faltaron nunca, pero, ¡por Zeus!, mi esbeltísimo abdomen comenzó a crecer hacia el sexto mes de una forma tal que no podía verme la vagina. Sólo cuando me bañaba sabía que estaba allí.
Después de ser flaquísima me veía con todo grande. Todo era asombro y horror. Usé las mil cremas que podía y éstas se me derretían por el exceso de calor externo e interno. Vitaminas para el niño y para mí. Pero un día entre la curiosidad de ver toda mi panza y lo alto que me quedaba el único espejo que tenía decidí bajarlo para mirarme. Con horror observé que mi vientre, invisible para mí desde la óptica de mamá, estaba lleno de rayas horizontales color rojo intenso. Casi vino tinto. Me sentí traicionada por la publicidad de las cremas que usaba y por las casi cuarenta revistas “para mujeres embarazadas” que llevaba leídas. Porque era una embarazada instruida.
Mi expancita parecía el mapamundi con todas sus divisiones territoriales y yo desde arriba me untaba religiosamente tres cremas diarias exactamente tres veces al día. Nadie le cuenta a uno que hagas lo que hagas los vientres lisos son sólo los de las fotografías y las actrices que parecen tener un equipo de apoyo para estar bellas antes, durante y después. ¡Qué ilusa! El asunto es una cuestión de piel. Algunas pieles resisten el estirón de la gestación sin recuerdos y otras quedarán escondidas para toda la vida.
Ante tal descubrimiento no podía creer nada. Parir en agua, de pie, sin dolor o a punto de pitocín no era para mí. Lo decreté. Miraba las revistas y veía mujeres pariendo y con una sonrisa. ¡Mentirosas! Entonces comencé a justificar las casi leyendas de las mujeres que supuestamente gritan e insultan durante el proceso de parto. Yo no pariría a mi chamo. Necesitaba una cesárea. No me imaginaba entrar y llorar del dolor para tener un hijo.
Mi esposo-anulado por mi asco prenatal (porque, aunque parezca cuento de camino, es absolutamente cierto eso de los antojos y los ascos. Siempre los puse en duda hasta que casi lloro una noche por una piña y toda una semana por una hallaca... que luego devolvería en vómito) apuntaba al parto por un asunto de economía. Desde el fondo de mi corazón odiaba su despiadada practicidad. Él pensaba en el vil metálico y mi suegra y mi madre –siempre pensando en la cesárea vertical y carnicera de antaño- aconsejando el parto por ser un acto natural y de más rápida recuperación. Mientras, yo me imaginaba mi cara desfigurada por el dolor, las solicitudes de “puja que allí viene”, “debes ser valiente” y esas expresiones que he oído en las series televisivas donde las mujeres paren heroicamente y a los dos capítulos ya tienen un cuerpo escultural.
Lagrimeaba en silencio la muerte de mi cuerpo juvenil y me daba vergüenza reconocer ante mí misma que sí me preocupaba cómo quedaría al final de ese larguísimo tiempo. Debo señalar, es preciso que alguien lo diga, que en torno a la mujer embarazada se han creado mitos que crecen en el imaginario colectivo. “Una mujer embarazada es un templo”. Esa expresión la escuché hace mucho a un poeta medio aguardentoso. En aquel momento no entendí lo que quiso decir, pero ahora que me veía con aquel sobrepeso eran las únicas palabras valiosas que evocaba y me acompañaban en mis molestias.
Las embarazadas deben exhibir y sentir su panzota como una gloria, un honor de dioses. Hay que negar los desagrados, pues, las quejas harán que el niño sienta rechazo y los oídos cercanos se vuelven crítica.
Todo el mundo está presto a sobarle la panza a una embarazada y decirle lo rápido que ha pasado el tiempo. Ella, sonrisa colgate, debe aceptar las manos de cualquiera sobre su vientre (el cual jamás dejaría tocar en estado desinflamado). Todos suponen el estado embarazoso un éxtasis. Nadie comprende a esas mujeres que sonríen sólo por necesidad social.
Cómo deseaba que alguien se apiadara de mi y me dijese algo como “amiga te comprendo; es horrible estar embarazada”. Ni hablar del fulano “amor materno”. Quién habrá inventado el termino-obligación “amor materno”. Yo no niego que exista, pero esa exageración de que uno está embarazada y siente algo especial, es eso, una exageración que en mi caso no existió y ¡vaya si amo a mi chamo! Tener un hijo dentro es como tener el corazón o el estómago. Yo no he escuchado que alguien sienta algo “especial” por el colón o los riñones. Ese “feto” -aunque me da prurito llamarlo así - se me movía abruptamente y la forma redondeada que tenía durante el día cambiaba aproximadamente unas 10 veces durante la noche –mis noches de insomnio- convirtiéndola en panza-canoa, panza-banana, panza-etcetera.
Leía todo cuanto de bebés se tratara. Tejía, bordaba, adornaba, pero la piel me ardía; debía dormir medio sentada porque era imposible acostarme; tenía unos calores horribles y asco por mi esposo, que ya te mencioné y debo decir que sólo soportarme lo hace merecedor de un trofeo. Escuchaba en la clínica mujeres que hablaban maravilla de sus barrigas y yo sufriendo la mía. Confieso que a nadie osé preguntarle sobre “el amor materno” porque ése se da por condición sine qua non. El asunto es que yo leía y trataba de convencerme que amaba a mi hijo-barriga. Le suplicaba a Dios que fuera un niño sano, hermoso y con mucho cabello (porque no quería un niño calvo). Le hablaba. Le escogí un nombre distinto al de su padre. Nada de estar repitiendo nombres y karmas. Me sentaba una hora diaria a oír música clásica para desarrollar su cerebro desde el vientre y escuchara algo distinto al vallenato que indefectiblemente colocaba mi vecino todos los fines de semana (perdón si ofendo tus gustos musicales). Pero yo no sentía nada de eso llamado amor maternal. Mi preocupación creció el día que decidí arriesgarme a la censura pública y le pregunté muy bajito a mi mamá cómo ella había sentido amor por cada uno de nosotros cuando aún no nacíamos. La explicación producida, dirigida y muy bien dramatizada por mi madre me dejó aterrada. Yo era una mala madre. Definitivamente no sentía nada de eso en el corazón. Era un decreto: yo no sentía “amor maternal”. Tuve un par de días dándole la vuelta al asunto y no sabes cómo entendí a las mujeres que regalan los hijos al nacer o las que lo abandonan en una caja en cualquier sitio. Además de locas, ellas no sienten “amor maternal”.
Igual ocurrió con mi vientre. Compré ropa lindísima, dignas de una embarazada contemporánea. Los halagos sobre mi hermoso rostro y cabellos no faltaron nunca, pero, ¡por Zeus!, mi esbeltísimo abdomen comenzó a crecer hacia el sexto mes de una forma tal que no podía verme la vagina. Sólo cuando me bañaba sabía que estaba allí.
Después de ser flaquísima me veía con todo grande. Todo era asombro y horror. Usé las mil cremas que podía y éstas se me derretían por el exceso de calor externo e interno. Vitaminas para el niño y para mí. Pero un día entre la curiosidad de ver toda mi panza y lo alto que me quedaba el único espejo que tenía decidí bajarlo para mirarme. Con horror observé que mi vientre, invisible para mí desde la óptica de mamá, estaba lleno de rayas horizontales color rojo intenso. Casi vino tinto. Me sentí traicionada por la publicidad de las cremas que usaba y por las casi cuarenta revistas “para mujeres embarazadas” que llevaba leídas. Porque era una embarazada instruida.
Mi expancita parecía el mapamundi con todas sus divisiones territoriales y yo desde arriba me untaba religiosamente tres cremas diarias exactamente tres veces al día. Nadie le cuenta a uno que hagas lo que hagas los vientres lisos son sólo los de las fotografías y las actrices que parecen tener un equipo de apoyo para estar bellas antes, durante y después. ¡Qué ilusa! El asunto es una cuestión de piel. Algunas pieles resisten el estirón de la gestación sin recuerdos y otras quedarán escondidas para toda la vida.
Ante tal descubrimiento no podía creer nada. Parir en agua, de pie, sin dolor o a punto de pitocín no era para mí. Lo decreté. Miraba las revistas y veía mujeres pariendo y con una sonrisa. ¡Mentirosas! Entonces comencé a justificar las casi leyendas de las mujeres que supuestamente gritan e insultan durante el proceso de parto. Yo no pariría a mi chamo. Necesitaba una cesárea. No me imaginaba entrar y llorar del dolor para tener un hijo.
Mi esposo-anulado por mi asco prenatal (porque, aunque parezca cuento de camino, es absolutamente cierto eso de los antojos y los ascos. Siempre los puse en duda hasta que casi lloro una noche por una piña y toda una semana por una hallaca... que luego devolvería en vómito) apuntaba al parto por un asunto de economía. Desde el fondo de mi corazón odiaba su despiadada practicidad. Él pensaba en el vil metálico y mi suegra y mi madre –siempre pensando en la cesárea vertical y carnicera de antaño- aconsejando el parto por ser un acto natural y de más rápida recuperación. Mientras, yo me imaginaba mi cara desfigurada por el dolor, las solicitudes de “puja que allí viene”, “debes ser valiente” y esas expresiones que he oído en las series televisivas donde las mujeres paren heroicamente y a los dos capítulos ya tienen un cuerpo escultural.
Lagrimeaba en silencio la muerte de mi cuerpo juvenil y me daba vergüenza reconocer ante mí misma que sí me preocupaba cómo quedaría al final de ese larguísimo tiempo. Debo señalar, es preciso que alguien lo diga, que en torno a la mujer embarazada se han creado mitos que crecen en el imaginario colectivo. “Una mujer embarazada es un templo”. Esa expresión la escuché hace mucho a un poeta medio aguardentoso. En aquel momento no entendí lo que quiso decir, pero ahora que me veía con aquel sobrepeso eran las únicas palabras valiosas que evocaba y me acompañaban en mis molestias.
Las embarazadas deben exhibir y sentir su panzota como una gloria, un honor de dioses. Hay que negar los desagrados, pues, las quejas harán que el niño sienta rechazo y los oídos cercanos se vuelven crítica.
Todo el mundo está presto a sobarle la panza a una embarazada y decirle lo rápido que ha pasado el tiempo. Ella, sonrisa colgate, debe aceptar las manos de cualquiera sobre su vientre (el cual jamás dejaría tocar en estado desinflamado). Todos suponen el estado embarazoso un éxtasis. Nadie comprende a esas mujeres que sonríen sólo por necesidad social.
Cómo deseaba que alguien se apiadara de mi y me dijese algo como “amiga te comprendo; es horrible estar embarazada”. Ni hablar del fulano “amor materno”. Quién habrá inventado el termino-obligación “amor materno”. Yo no niego que exista, pero esa exageración de que uno está embarazada y siente algo especial, es eso, una exageración que en mi caso no existió y ¡vaya si amo a mi chamo! Tener un hijo dentro es como tener el corazón o el estómago. Yo no he escuchado que alguien sienta algo “especial” por el colón o los riñones. Ese “feto” -aunque me da prurito llamarlo así - se me movía abruptamente y la forma redondeada que tenía durante el día cambiaba aproximadamente unas 10 veces durante la noche –mis noches de insomnio- convirtiéndola en panza-canoa, panza-banana, panza-etcetera.
Leía todo cuanto de bebés se tratara. Tejía, bordaba, adornaba, pero la piel me ardía; debía dormir medio sentada porque era imposible acostarme; tenía unos calores horribles y asco por mi esposo, que ya te mencioné y debo decir que sólo soportarme lo hace merecedor de un trofeo. Escuchaba en la clínica mujeres que hablaban maravilla de sus barrigas y yo sufriendo la mía. Confieso que a nadie osé preguntarle sobre “el amor materno” porque ése se da por condición sine qua non. El asunto es que yo leía y trataba de convencerme que amaba a mi hijo-barriga. Le suplicaba a Dios que fuera un niño sano, hermoso y con mucho cabello (porque no quería un niño calvo). Le hablaba. Le escogí un nombre distinto al de su padre. Nada de estar repitiendo nombres y karmas. Me sentaba una hora diaria a oír música clásica para desarrollar su cerebro desde el vientre y escuchara algo distinto al vallenato que indefectiblemente colocaba mi vecino todos los fines de semana (perdón si ofendo tus gustos musicales). Pero yo no sentía nada de eso llamado amor maternal. Mi preocupación creció el día que decidí arriesgarme a la censura pública y le pregunté muy bajito a mi mamá cómo ella había sentido amor por cada uno de nosotros cuando aún no nacíamos. La explicación producida, dirigida y muy bien dramatizada por mi madre me dejó aterrada. Yo era una mala madre. Definitivamente no sentía nada de eso en el corazón. Era un decreto: yo no sentía “amor maternal”. Tuve un par de días dándole la vuelta al asunto y no sabes cómo entendí a las mujeres que regalan los hijos al nacer o las que lo abandonan en una caja en cualquier sitio. Además de locas, ellas no sienten “amor maternal”.
Comentarios
Como hablas del amor maternal te quiero recomendar un libro muy interesante:
"existe el amor maternal" de Elizabeth Badinter
Donde explica que en realidad el amor maternal no existe, es sólo una creación del sistema para tener mas población en el mundo y así el sistema capitalista funcionaría mejor.
Bueno, en el libro lo explican muy bien, es muy interesante.
Y aunque ya sea "viejo" tu post, te digo gracias, porque a parte de sentirme horrible, me siento aún mas horrible por ser "mala madre" y no disfrutar de esto.
Bye
Gracias por tu visita, me alegra que mis experiencias te sirvan aunque sea para respirar hondo y reirte un poco. Buscaré el libro.
Te deseo lo mejor del mundo, verás que las náuseas pasan y lo demás se olvida cuando tenemos a ese bebé en nuestros brazos.
Un abrazote!